Razón de ser


Autor: José Luis Tejada
Editorial: Ediciones Cultura
Hispánica. Madrid
Depósito legal: M. 16888 -1966


Selección de poemas:


La peste a bordo

Algo huele a podrido en esta cala.
Quien no esté bien levántese y lo diga.
Recuerden: para que esta nave siga
bogando hasta el final, no sobra un ala.     

 

Embarcados en ella, vamos a la
misma frontera todos, Nos obliga
a convivir, a conmorir, la amiga
implacable que acecha en la regala.

 

Nadie se eche a nadar por propia cuenta,
nadie una tabla agarre. La tormenta
nos quiere divididos y difuntos.

 

Cada quién a su gavia o a sus remos.
La epidemia es total. Nos perderemos
si no aprendemos a salvarnos juntos.

Consolación por la carne

        "Según la magnitud de mis angustias          
así alegraron mi alma tus consolaciones."          
David.          

 

Amar es más difícil que parece;
ser amado, imposible. Ya es bastante
que alguna vez se nos tolere un poco,
se sufra nuestro aliento,
se nos oiga en silencio pedir o renegar.

                   

Y porque así de arduo
es y así de costoso el fruto último,
ese nombrado amor que apenas nadie
poseyó ni vio nunca,
es bueno y natural que tú y yo ahora,
amiga de mis ojos y mis manos,
nos empapemos hasta los meollos
de los huesos en esta salsa calda
de darnos y gozarnos cuerpo a cuerpo,
sin tela en medio, sin reloj, sin aire,
hasta después de ya no poder más.

                  

Será mentira esta palabra,
no será cierta tu sonrisa.
Mi sueño o tu memoria,
tu ayer o mi mañana
podrán vagar por tantos otros reinos,
bajo qué otras banderas, cada cual por su olvido
o mascando la propia soledad;
podrá no ser de veras
nuestra promesa para tantas horas...
pero esto sí es verdad:
este tenernos de hoy es nuestro todo,
este cuerpo oscurísimo que abrazas,
esos pechos fluidos que rebosan mis manos,
este labio que obligo entre los míos,
esta batalla del placer sin tregua
es nuestra y la ganamos al par que sucumbimos,
a un tiempo vencedores y vencidos los dos.

              

Oh, sí, la carne mutua es verdadera,
consiste, suda, pesa y se estremece,
no es cierto que sea triste ni que amargue los ánimos
ni queda otro regusto tras del beso
sino el de reempezar.

              

No esperes a que venga qué amor a sostenernos
con su maná tan raro como efímero,
tal como nadie espera a la cosecha
para entonces sembrar.
Enterremos en huertos de presente
estas verdes adelfas que se irán expandiendo
cada una a su hora. No nos hablen de amor.
Ya vendrá si es de ley...

             

Hoy somos sólo un pulpo de ocho miembros
que raramente un tajo divino escindiría.
Tú yaces en la paz y entre mis manos
yo esgrimo el vellocino sagrado de tu sexo
donde acaso el amor duerma en simiente
o se vislumbre un sol de eternidad.

                    

Anda, encaja en tus pechos mi corazón antiguo,
vamos, que aún sobra espacio entre nosotros,
acóplate a tus vanos como a un viento calino
y agáchate, que va a pasar la muerte;
no nos llegue a rozar. 

La amada del poeta

«... Porque no todo día puedo besarlo...

                 

 

A veces se me vuelve como una chaqueta vacía,
como un áspero reló de manecillas digitadas
que se espera y se está, moviendo su quietud a lo largo de un mismo, eterno punto.

 

Sus ojos no son ya suyos ni míos.
Se le huyen hacia dentro como gazapos asustados,
como si quisieran ver mi luto de viuda
o adivinar la fecha del entierro de nuestro primer hijo.

 

Y tengo entonces que callarme,
tapiarme el vientre de paciencia blanca,
cerradurar el arca con toda su odorosa holanda virgen,
tirar lejos el pomo presumido de esencias,
zapear al angora runrunoso
y dar, sembrar, posar, la mariposa de mi oreja
en su hombro derecho.
Y dormirme.

                

Nada me dice, ni aun cuando me tira sus palabras,
sus palabras desnudas, desatadas, sin verbos ni pronombres,
como que va y no va a decirme algo.

  

Yo entonces no me explico esa tenacidad de la albahaca,
ni el jaramago entre las tejas, infiltrado de un dispense doradísimo

 

Y pediría cuentas al cielo de tanto lago y cuánta bobalondra.
Y exigiría explicaciones a los violines y abanicos,
de cómo es que no retratan también la última comunión de nuestra vida.

     

Y a las corbatas que no acaban de estrangular a tanto lobo en
pie como va habiendo.
Y hasta al tranvía que frena a tiempo de no matar a aquel
borracho forastero;
porque me consta que es inútil el ojal y el rigodón y el papel

seda.

    

Porque no es sólo ya que no me bese :
Es que me mira desde atrás, a través de la nuca
y me hinca un junco seco de hastío venial entre los pechos,
yo diría que exigiéndome la nada de su boca que aún no acabó de concederme.
Diría yo que desbesándome.

      

Pero otras veces es igual que una hoguera de piñas verdes y retamas  

    
con ramas como venas trepidantes,
que me muerde de besos la cadera o la nuca,
que me hunde una mirada de metal en la garganta
y apenas si me deja un dedo en cada mano.

     

Entonces yo me pongo el corazón debajo de la lengua
y le presto la cuerda de mis brazos para un suicidio de juguete
y le cuelgo de lágrimas esas pestañas ni siquiera suyas,
para que ya no piense más en su París privado con diablesas,
a donde se me escapa y se me pierde mientras me deja el an-
cla de su mano.

 

Porque no debe ser muy gran pecado dejarse amar
por un volcán con tanta pena.
Y tiene que existir un purgatorio indulgenciado
para esta cosa oscura de acechar la sonrisa de un enfermo
mientras se va la sangre, a cada luna, a encenegar los pozos de la espera.

        

... Porque no cada día quiere besarme...»

Primitiva

Té daré el primer nombre, Varona, hueso mío.
Rédito de mi sueño a un Dios que nos formaba.
Eva aún sin poma. Membranillas tenues
sobre tus ojos, tu inocencia.

                

Te diré el primer nombre, Yema, Ova, Pistilo,
ni casta, porque aún no era castidad ignorarse,
verse sin verse, órbita de un merodear blanquísimo...

                      

Aún el primer jilguero no era dueño del ritmo
ni el corzo había logrado esbelteces efímeras
para su parvo vuelo
y ya conmigo tú, penumbra mía, esbozo
de mi futuro antiguo, perplejo de invenciones.

                   

Tu orografía armónica dándome voces limpias,
callando todo pájaro, celando toda lumbre,
y yo, yéndome en ti, sin mal, sin fiebre.

                      

 

Y era el amar un susto espléndido y tremante,
un acabarse en otro para nacer en uno,
una huida fulgente del minuto,
un manantial, un alba, intempestivos.
Una manera heroica de rezar.

              

Se ignoraba la curva servicial del arado
y te brotaban hijos de los inmunes párpados.
Como no recordar, no recordarte,
cuenco de sol, liza jocunda y mística.

                  

Te pondré el primer nombre, flor de mis costillares,
olvidaremos cifras, tronos, generaciones :
Nada ha pasado, sabes, la nostalgia no existe
ni aún se está en un oscuro valle en que nostalgiarse.

              

No. No es malenconía lo que nos da el crepúsculo.
Es pavor primitivo de ignorar si mañana.
Hórridas son, y tanto, las estrellas
como espías de Dios insoslayables.
No dulces. Nunca dulces sus aristas sin tino.

               

Ven a mí como antes, sin pudores de vides.
Con una, entre tus manos, no ya manzana, tórtola,
que vamos a partirnos su guinda viva y rítmica,
su apenas corazón con el fiel de los dientes.

                

Ven a mí como entonces, pues no es bien que esté solo.
Que solo se me viene más el no Dios encima.
Que sin ti, rasgo cielos y anonado distancias
y grito al que me ha dado la materia del grito.

                  

Ven ya y olvidaremos, que es decir morir vivos;
tu hombro tibio para mi nuca torturada.
Tu alud de besos contra mi insaciable candela.
Tú, que apenas te nombras Corola, Vientre, Nido...

Misterio doloroso

No hay solución ni a solas ni con nadie.
Somos cosa perdida.
Los besos dan más sed; lo he comprobado.
Amor va contra amor.

 

Es vivir irse dando restregones
sangrientos contra el quicio
del corazón más prójimo.
Quicio que se quebranta y cede,
corazón que también padece, sangre
que se funde a la nuestra
y es ya toda una lástima fluida
sin más recurso que morir en mar.

 

No quisiéramos ir doliendo, hiriendo,
pero es inevitable según vamos
abriéndonos camino a cuchilladas,
erizos todos y en tan corto espacio,
con el gravísimo problema
de la murienda en pie, del paro de los pulsos,
del nivel cultural del pueblo y sus pasiones,
de pretender urbanizar el caos.
 

Será mejor estarse quedo en casa,
cerrar labios y ojos, puertas, manos
y sólo abrir el chorro
salobre y esporádico del llanto.
No quejarse siquiera a media voz.

 

Uno no acaba de explicase cómo
somos y nos movemos, solos, juntos,
tan incompletos, tan incompletables,
con tanto de miseria y tanto lujo
de ciega caridad desperdigada,
incompatibles con la compañía,
no conviventes con la soledad.

 

Esta misterio de los medios pechos
perfectamente inacabados, huecos,
amueblados de puas todo en torno,
los arduos tropezones en la sombra,
los idiomas babélicos abstrusos...
¡Las diversas maneras de ser y padecer!

Herencia

Desde que me levanto del vientre hembra y aun antes
vamos viviendo ya de ayer y de prestado.

 

La ventana que asomas tiene huellas de manos
de todos los estilos:

esta morena dio la aldaba,
esta otra el vidrio puso, el gozne aquella,
un bisabuelo tuyo la apaisó.

   

Te calzas con la vida, qué sé yo, de un romano.             
Desde cincuenta siglos acuden a vestirte
gentes de todos los colores. Sangre
de moros desayunas
aderezada con sudores griegos.
Salivas ojivales o románticas
abren tu digestión, ese misterio.
Tu casa -¿Tuya, tuya?-
debe el portal a un turco
seljúcida, la llave a un maniqueo,
el techo, la terraza a un «Cro-Magnón ».

   

Tu calle... bien, la calle, almoravide
en su mitad por parte de estructura,
cartaginesa en otras partes,
conduce a un paraninfo victoriano
donde truecas papiros iraníes
por baratijas coptas, es un decir. Monedas
con dos, tres, cuatro cifras en la fecha
te acorazan y adornan tus vitrinas,
¿te has parado a pensar?

   

Y de tus libros, tus memorias sabias,
más vale ya no hablar. En arameo
rezas, en latín juzgas,
persuades a otros en dialecto
jónico y edificas
con el argot de Hipona, el tingladillo
donde aposentas tu hombredad.

   

Sobre un monte de cráneos horadados
hemos puesto la casa.
No se caerá.
Puntales, recios fémures,
juran por su equilibrio,
guarnecen esta paz -aún no de todos-,
mullida -no de todos todavía,
¿cuándo de los demás? -en la que cuatro
mollares rostros-pálidos, silentes y extasiados
reducimos la música en potencia
para que nuestras nietas la lleven en un dedo
quizá de Marte a Aldebarán.

    

¡ Qué peana de sangre coagulada,
de linfa fósil, de sudor marchito,
hace hoy posible el lujo
este ponderar tamaña deuda !

    

Y aún hay quien dice «Yo...»
y pone luego un verbo en forma activa
con tres o cuatro complementos, ellos
directísimos todos... ¡ Qué inocencia !

    

Pues estas mismas líneas
cómo firmarlas ni fecharlas, cómo
darles fin, si es un río este en que andamos
y el que salte a la orilla está perdido
y el que no salte qué...

     

Apaga, pues, y vámonos,
poeta, con el dedo de tu madre
y piensa que es el aura de cien generaciones,
el temblor de mil nervios difuntos en cadena,
lo que enardece el pelo de tu lámpara
cuando pulsas la luz.